Soy fanático de los juegos de mesa, y desde hace un tiempo he estado observando cómo distintas personas se acercan al juego de formas muy diferentes. Están quienes buscan ganar: siguen las reglas al pie de la letra, optimizan cada movimiento y planean todo con precisión. Pero también están quienes juegan distinto. Quienes se permiten improvisar, romper el ritmo o perder… solo por el gusto de pasarlo bien.
Y me siento muy identificado con ellos.
Más de una vez he hecho jugadas que no tenían sentido estratégico. Un lanzamiento de dados absurdo. Un movimiento que me deja en desventaja. Pero que provoca risas, sorpresa o emoción. Porque a veces jugar se trata de eso: de disfrutar, incluso a costa del resultado.
Hace poco jugamos en casa Survive: The Island. Para quienes no lo conocen, es un juego competitivo y algo caótico, donde cada persona intenta salvar a su gente de una isla que se hunde, mientras monstruos marinos atacan sin piedad.
Entré a la partida con la idea de ganar. Padre de familia, estratega de la mesa, líder natural de mi manada. Mi hija, decidida a competir, saboteó todos mis movimientos. Mi esposa, en un acto de complicidad maternal, empezó a proteger sus piezas como si fueran propias. La partida se volvió un todos contra uno. Intenté resistir con una estrategia desesperada: subir a los barcos enemigos para evitar que me atacaran. Funcionó… por un rato.
Y entonces lo vi.
Mi hijo menor, de seis años, no jugaba como nosotros. No quería ganar. Ni siquiera seguía el objetivo del juego. Él solo quería mover monstruos. Daba vida a los tiburones, hacía sonidos de serpientes marinas, se reía solo, gritaba cada vez que una criatura atrapaba a alguien.
“¡Papá, mira cómo se lo come!, ¡El monstruo tiene hambre!”, decía.
No le importaba de quién eran las meeples. No estaba pensando en puntos ni en estrategias. Él estaba contando una historia. Jugando a su manera. Y se lo estaba pasando increíble.
Les aseguro que no ganó la partida.
Pero ganó otra cosa. Algo que a veces olvidamos cuando jugamos. Esa libertad de hacer del juego una experiencia propia. Esa alegría sin cálculo. Esa manera tan pura de sumergirse en un mundo inventado y disfrutarlo por completo.
Esa vez no ganó nadie. Pero todos nos llevamos algo.
Y quizás de eso se trata todo esto.