A veces me pregunto por qué sentimos la necesidad de encerrar este hobbie —hablar de juegos de mesa— dentro de un “mundo”. Siempre hablamos del “mundo de los juegos de mesa”, como si fuera un territorio aparte, un paréntesis dentro de la vida real. Un oasis en medio de la vorágine cotidiana.

Y lo digo también por mí. Yo he caído muchas veces en ese gesto: en esa forma de mirar el juego como algo separado, algo que se habita, casi como si cruzáramos una frontera. Pero jugar no es un paréntesis. Jugar fue lo primero que hicimos. Nuestro primer lenguaje. La forma más antigua de conectar con el entorno, de explorar, de comunicarnos. Mucho antes de saber leer o escribir, ya sabíamos jugar.

Quizás los juegos de mesa no sean una actividad universal —todavía—. No todas las personas los conocen, los disfrutan o los buscan. Pero encerrar esa experiencia en un “mundo”, como si fuera exclusivo, me suena egoísta.

Nadie habla del “mundo de la comida”. Porque comer, comemos todos. Así como jugar, todos jugamos. Algunos disfrutan de platos sofisticados, caros y rebuscados; otros prefieren lo simple, lo casero, lo que siempre ha estado ahí.

Lo mismo ocurre con los juegos: algunos se sienten atraídos solo por ciertos autores, otros son sibaritas lúdicos que buscan jugarlo todo, y hay quienes, por la razón que sea, prefieren los clásicos juegos de cartas, fichas o el dominó.

Al final, lo importante no es la receta. Lo que importa es que todos, alguna vez, podamos encontrarnos en la misma mesa.

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