Libros que se juegan, juegos que se leen

Libros que se juegan, juegos que se leen

Hay historias que no vienen impresas en páginas. Historias que se inventan con una carta, con una palabra absurda, con una cara que intenta no reír.
Y aunque no tengan tapa ni contratapa, hay juegos que uno lee como si fueran libros. Juegos que nos piden atención, interpretación y, sobre todo, imaginación.

En Dixit, cada imagen es un cuento esperando ser contado. En Plan Ferpecto, ese juego alemán que funciona tan bien en nuestra región, cuentear es parte de la estrategia. Tuve la suerte de conocer a su autor, Hilko Drude, en el Congreso Conjugar en Valdivia. Un tipo que, sin quererlo, diseñó un juego que prueba que contar historias —y convencer con ellas— es un arte sin pasaporte.

Y si hablamos de historias que cruzan generaciones, no puedo dejar fuera a Puro Chamullo, de Mostrenco, un autor nacional que trabaja desde regiones. Pensó su juego como una excusa para que nietos puedan jugar con sus abuelos. Para que, en medio de la risa y la picardía, podamos contarnos y leernos entre generaciones. Cada punto ganado no es solo una victoria lúdica, es también un pequeño match entre nosotros: una victoria para la memoria, un aprendizaje para el futuro.

Porque no se trata solo de contar. Lo más potente ocurre cuando las historias se entrelazan: cuando lo que imagino dialoga con lo que tú interpretas, cuando una ocurrencia ridícula desata una carcajada honesta, cuando una frase improvisada construye una complicidad inesperada. Ahí aparece el verdadero juego: el que nos saca de nosotros mismos para encontrarnos con otros en un terreno común, hecho de ficción compartida.


Jugar así es, en el fondo, una forma de contarnos a través del otro.

Los libros se juegan cuando los juegos nos obligan a imaginar. Y los juegos se leen cuando descubrimos que cada partida es una historia posible. A veces caótica, a veces absurda, a veces hermosa.
Como la buena literatura, lo que importa no es sólo lo que se dice, sino lo que deja resonando.

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